Ryszard Kapuscinski, el famoso corresponsal de guerra y maestro del periodismo narrativo, cubrió una buena parte del proceso de descolonización de África en el siglo pasado. Escribió varios libros en los que contaba sus experiencias en el terreno, además de describir la situación socio-política de los países en los que trabajaba y vivía como uno más.
En su libro (muy recomendable, por cierto) “Un día más con vida”, el periodista habla de cómo los angoleños sobreviven a la “confusao”. Durante unos memorables párrafos, Kapuscinski retrata con ingenio y humor en qué consiste sufrir un episodio de confusión. No haré spoiler por aquí. Os recomiendo que lo leáis vosotros mismos para vuestro deleite literario.
Lo interesante de ese pasaje es ver cómo algunos términos retratan la personalidad de la comunidad de hablantes que los usan. La “confusao” en Angola, según leemos en su obra, es un estado mental, e incluso físico, que surge como consecuencia de algún inconveniente que aparece en el camino. Es una experiencia que lleva a los sufrientes a un malestar que puede ser intenso o llevadero, según sea la circunstancia. No sé si, quizá, la vida es tan caótica en según qué lugares de Angola, que se sienten atrapados por dicha “confusao”, y de tan notable, se ha convertido en muletilla lingüística. Ya veis cómo una simple palabra retrata la personalidad de toda una comunidad de hablantes.
Centrándome ahora en el español, me interesa saber qué expresiones, o incluso partículas lingüísticas, son el resultado de nuestro carácter, tradición o historia. El tan manido (y no sé si a la vez también algo casposo) “si Dios quiere” es la muestra visible en nuestro lenguaje de un pasado religioso que nos ha conformado una personalidad temerosa del Altísimo.
En cambio, esto no ocurre en los países del norte, mucho más proactivos en sus proyectos y no tan miedosos de ofender a Dios. Para ellos, no tan influidos por la creencia en un dios justiciero que puede enviar su rayo demoledor sobre la cosecha por haber proyectado unas futuras ganancias, es mucho más fácil prescindir de lo divino. En su cultura protestante la ambición no estaba castigada, como sí lo estaba en la católica.
Pero sigamos con más curiosidades. Seguro que no prestamos mucha atención cuando decimos, por ejemplo: “¿Qué vas a hacer mañana?”. En una simple oración construida con la forma "ir a". Sin embargo, suena un poco más raro: “¿Qué harás mañana?", en futuro simple. Nos hemos acostumbrado a usar la perífrasis para expresar futuro.
¿Por qué pasa esto en español? Hay algunas explicaciones de carácter morfológico: los verbos en futuro, en latín, usaban una forma sintética (simple), por ejemplo: “amabo”. En cambio, en el latín tardío, los hablantes prefirieron pasar a la construcción con perífrasis: “Amar he”, para decir lo que posteriormente derivó en castellano en “yo amaré”. Ahora, cientos de años después, de nuevo, volvemos a la construcción en perífrasis: “Ir a + infinitivo”. Vemos que las formas de expresar futuro en latín y español han ido cambiando según las preferencias del momento.
Ahora bien, si esa es la justificación técnica, también hay otra, digamos que sociológica. La llegada del cristianismo a la Península tuvo su influencia para determinar el uso del futuro. La forma en perífrasis: “Voy a recoger la cosecha el mes que viene” parecía que no invadía competencias divinas, ya que, ¿quién soy yo para decidir si voy a llegar vivo a las próximas semanas? La mentalidad medieval posiblemente pensaría que eso sólo lo decidía Dios. Y nadie quería desafiarle con un rotundo: “Recogeré la cosecha el mes que viene”. Así que para no enfadar a la divinidad, los hablantes acordaron que era mejor ser menos atrevidos con un simple: “ Voy a…”.
Todo esto, ni más ni menos, para que veamos cómo incluso la morfología es hija de la causalidad, y no tanto de la casualidad. Las palabras son un reflejo de nuestra historia y dicen algo de nosotros: de nuestros miedos, en este caso; o de la forma de vida de algunas comunidades, como la angoleña, con su permanente “confusao”.
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